Concatenar el cielo, las palabras, y alguno que otro sueño. El gato estaba de cabeza, el perro y los peces. No ingería nada, nunca lo había hecho; pero para qué, no era necesario. Estaba de aquel lado. Ese otro lado donde una paloma y las nubes eran una sola. A través de su cuerpo lo miraba. La noche y el día se confundían entre imágenes; luz y sombra. Caminó tanto tiempo con el rostro cubierto. Una muñeca fea, cabeza de manzana. Atrapada entre el purgatorio y el paraíso intentaba resurgir de las cenizas. ¿Estaba ocupando un lugar ajeno? Mimetizada, entre sombreros, guantes y sombrillas. Cubierta de niebla. Senderos que caminaba de noche y no la llevaban a ninguna parte. ¿A donde iba? ¿Iba como todos, hacía el precipicio? ¿Verde, amarillo…? Eso soñaban ellos. Era más bien pardo. A veces entraba la luz del sol y se perdía, o se quedaba en el negro absoluto, o todo lo veía anaranjado. No deseaba que pequeños rayitos iluminaran por los agujeros. ¿Y qué pasó con la justa medida? Esa justa medida que tanto filósofos, juristas; y toda persona de bien consideraba correcta. Cuando la manzana se la comieron los gusanos su rostro lo cubría un lienzo vaporoso, de color blanco. Entre la transparencia distinguió a las moscas que revoloteaban por su cabeza, le daban vueltas, y vueltas; no la dejarían. Les pidió que la llevaran, que la acompañaran hasta aquel lugar:
-Escúchenme… yo voy con ustedes, nos vamos juntas, la encontraremos, si la encontraremos-. Imploraba suavemente mirándolas con ternura.
Rosas rojas, orquídeas y violetas; las piso y se fue. Dejó esas cuatro paredes en las que llevaba ya varios días recluida. Recorrió las orillas del Tamesis, la niebla no la dejaba ver. La lluvia caía helada sobre sus huesos. La medula y la matriz del alma comenzaron a dolerle. Fue esparciendo a su paso a esa niña azul. A la adolescente ingenua la vació dentro de una botella y dejó que se la llevara la corriente. A él lo dejó colgado a la mitad del río. Las gaviotas picoteaban la amarga botana. Lanzó cada trozo de su alma, junto con los pedazos de espejo en que se miró por última vez. Era el agua que aparecía en sus sueños la que habría de purificarla. Jaló la tela vaporosa de su rostro, deseaba hacerla más grande. La jalaría hasta que le cubriera todo el cuerpo. Se detuvo ante la reja, estaba tan cansada. Miró a la luna reflejarse en el agua oscura. Le decía: ¡Ven, ven…! La miró hipnotizada durante largo rato.
¿Eran moscas o avispas las que le susurraban? Se perdió entre el paisaje nocturno y la frialdad de Londres. Flotaba, flotaba cubierta hasta los pies. El águila y el león la acompañaron. También se necesitaba fuerza para cruzar el río. Ya no sentía frío, y viajaba tan ligera. Por fin se sintió una princesa, pues al lado de los patos y gansos visitó los jardines del Palacio. Se había desprendido de todos esos objetos antes de partir, y desde Hampton Court podría echarse a volar. Sólo desplegar las alas sin tener que moverse. Sin que los huesos le dolieran y entre cada grieta se colara el aire. Ya no estaría rota, ya no…
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