Después de leer la nota en el periódico volvieron a mí mente aquellos días. Como en una película, observé claramente imágenes perdidas de mi niñez; sentía cada olor, cada sensación. Desde ese oscuro rincón brotaban sentimientos perdidos hacía ya tanto tiempo. Experimentaba la misma expectación y asombro que cuando todo ocurrió.
Me hallaba dentro de la vieja biblioteca, la quietud invadía el lugar; el silencio era infinito. Hacía un par de horas que sus escasos visitantes se habían marchado. Sólo quedaba yo, leyendo en soledad. Repasé varias veces los estantes de misterio y fantasía en busca de una nueva aventura; sin embargo ya había leído y releído cada uno de los títulos de ficción.
Como me gusta este edificio, tiene cientos de años, parece atrapado en medio del ruido, la contaminación y la locura de la ciudad. Dicen que es del siglo XIX. ¿Habrá monjes penando de madrugada? Esa tarde, decepcionado por la falta de nuevos títulos en las estanterías miraba el capitel de una columna, adornado con hojas y flores. Analizaba algo extraño, que acababa de descubrir. ¡Apesta! Parece brotar de las flores y expandirse. ¿Un ectoplasma? ¿Humedad en el cemento? No, no es humedad. La columna sangra. Una mancha rojiza, que se torna por momentos a un amarillo verdoso y se extiende hacía los lados. Si, un ectoplasma, eso es. En El libro de los espíritus ese tipo de manifestaciones así son nombradas. ¡Creo que me estoy quedando dormido! Me recargué en la mesa, pero continué con la exploración del lugar. Vi en las alturas -plasmado en un vitral- un ángel que semejaba la figura de un hada y parecía observarme. ¿Estoy soñando? En ese momento un hombre se acercó a mí; la Biblioteca iba a cerrar. Regresaré mañana. Papá me espera afuera, frente al portal.
¡Es inútil quedarme en casa con mis hermanos! A veces deseaba atraer la atención de mi madre, las pocas tardes que estaba conmigo, pero ella vivía pegada al móvil. Mis hermanos y yo teníamos E-Pod, Nintendo, lo más avanzado en la nueva tecnología. Incluso mis padres me permitían pasar varias horas frente a la computadora conectado a Internet o jugando Nintendo; después de terminar los deberes del colegio. Podría realizar todas esas actividades propias de un niño de mi edad, pero a mí eso no me agrada. Me gustaba soñar, imaginar, sin embargo, si no lo hacía en la Biblioteca tenía que hacerlo encerrado en el departamento. Los tiempos no estaban como para salir a la calle o jugar al aire libre. Aunque vivíamos en un conjunto residencial muy exclusivo -rodeado de vigilancia, una alberca, enormes jardines- y tenía once años, los condóminos habían acordado que los niños sólo podían utilizar las instalaciones acompañados de un adulto. Me sentía custodiado por una barda gigantesca; perdido entre avances tecnológicos y una ciudad violenta.
He oído a mis padres decir que soy un niño de temperamento apasionado y generoso. ¡No sé de qué hablan! pero los compañeros del colegio me dicen bichito raro; yo me siento atrapado en la modernidad. ¡Ya llegó el chofer! Me espera para llevarme a la biblioteca.
Esa tarde… después de terminar los deberes del colegio, regresé como de costumbre al viejo edificio. Tomé un libro de cuentos infantiles: cuentos para niños más pequeños, pero que incluían todos esos elementos que me cautivaban. Me senté en el lugar de siempre y a través de la lectura comencé a recrear castillos medievales, bellos jardines; en donde me volvía un príncipe cortejando a una hermosa princesa de largos cabellos. Me sentí un chiquillo – aunque desde que cumplí los once me creía todo un hombre-. A los pocos minutos comencé a aburrirme con los cuentos para pequeños y continué con el análisis de la columna, que había dejado pendiente el día anterior. Me encontraba absorto en la transformación de la mancha; el ectoplasma, pero algo distrajo mi atención. Alguien me mira. ¡Es el ángel del vitral! Ese ángel iluminado de colores. ¡Ya no es un ángel! se transforma en un hada y me observa. Interpreta una melodía de otro mundo. ¡Me hipnotiza con su perfume!
Después de un rato el hada se acercó cautelosa. Movía suavemente sus alas transparentes. Al sentir un leve soplido en el rostro la espanté con la mano. Me impactó la presencia de ese ser diminuto con alas de mariposa, pelo tan negro como una noche en el bosque y ojos de mar. Lucía un vestido de gasa en colores translucidos, adornado con flores pequeñitas. Su rostro de nieve era de una belleza deslumbrante. Un rato revoloteó por mi cabeza, abanicándome con sus alas; después me susurró al oído una canción que me situaba en un bosque. Árboles, animales y seres de otra dimensión devorados por el fuego. Sentí compasión por la pobre hada, que entre cantos y en un idioma desconocido para mí, narraba su historia.
- ¿Pero tú qué haces aquí? ¿Quién eres?- Le pregunté, aunque me costaba creer lo que pasaba.
- Soy un hada protectora de la naturaleza; del bosque.
- ¿Eres un hada protectora del bosque? ¿Y qué haces encerrada en una vieja
Biblioteca? Comprendí tu historia, pero hay algunos otros bosques que
Proteger.
- No lo sé, quizás tú me has llamado con tu imaginación y sensibilidad, y estoy atrapada, atrapada… Atrapada entre el cemento gris y la frialdad de este sitio- decía el hada, nerviosa y emocionada. Mencionó que hace mucho no hablaba con un niño inteligente y sensible, quien pudiera escucharla.
- Yo no soy la única perdida en este sitio, también está el gnomo, quien se dedica tan solo a la añoranza de esos días verdes, de un verde intenso… Míralo ahí viene.
- No son los únicos atrapados… Yo y ese espíritu pegajoso que se extiende por las columnas estamos en las mismas condiciones. Al igual que todos los habitantes de la ciudad- pensé. El hada parecía escuchar mis pensamientos y me consolaba con sus alas.
- Ahora que recuerdo, no fuiste tú, fue ese niño que vestía pantaloncillos cortos el que me trajo hasta acá.
En ese momento el gnomo que añoraba esos días verdes, de un verde intenso, nos interrumpió:
¿Quién es ese niño? ¿Qué haces con él? Vamonos, vamonos… los niños apestan.
Tú apestas… enano verde, ¿Tú qué haces aquí? hueles a tierra- le dije visiblemente molesto.
-En este sitio un día hubo árboles y yo vivía en uno de ellos. Después que lo derribaron me mudé a uno cercano, pero pronto todos desaparecieron y no supe a donde ir, me quede encerrado en un cuento; en este cuento.
Volví a quedarme dormido con la cabeza reclinada en el libro. El bibliotecario se acercó; me indicó que había llegado la hora de cerrar. El gnomo se escondió entre los libros y el hada voló rápidamente hasta el vitral, a pesar de que aquel hombre no podía verla. ¡Nuevamente me dormí…! Hadas, fantasmas y duendes. ¡Por dios! esto supera todos los avances tecnológicos.
Intenté contar a mis padres las aventuras de esa tarde y no quisieron escucharme. Decidí no volver a tocar el tema. ¡Si se enteran de lo que pasó pensarán que estoy loco! ¡No me dejarían volver a la biblioteca!
Al otro día metí a la biblioteca, escondidos entre mis ropas, un poco de miel y leche para Gnomo. Frutas dulces, pétalos de rosa y tomillo para Xinauh, el hada. Ese fue un festín para los dos y me gané rápidamente su confianza. Me contaban historias de sus hermanos del bosque, de los seres de agua y fuego. Sobre la lucha entre el bien y el mal, la dualidad. Habían encontrado al fin, una forma de vivir en armonía, habían aprendido; y de pronto los humanos destruyeron su hábitat. No todos esos seres eran buenos, a la mayoría no les agradaban los hombres; aunque el grupo de hadas al que Xinahu pertenecía se sentía atraído por los niños.
Mi pequeña amiga me confió que no podría salir de la biblioteca, porque afuera el ruido y la contaminación la matarían de inmediato y no conocía las palabras mágicas para entrar en un cuento. No estaba segura de sobrevivir por mucho tiempo dentro de la antigua construcción, pues su alimento vital era la naturaleza. Pensaba que había logrado sobrevivir gracias a mí y a ese otro niño, quien pudo verla y comprender su historia. Casi toda su magia se perdió en ese lugar, donde los diminutos rayos de sol que se asomaban a través de los vitrales no eran suficientes para alegrarla; y un hada -además de la naturaleza- necesitaba un poco de alegría para subsistir. Me daba las gracias por regalarle unos días más de existencia y me obsequió unas flores de pensamiento (amuleto para el amor) y un trébol de cuatro hojas; que Gnomo logró robar de un libro.
Ectoplasma al notar que nos reuníamos diariamente para conversar, se acercó a nosotros arrastrándose por las paredes. Me tocó con esa sustancia pegajosa de la cual estaba hecho. Por un momento sentí repugnancia y miedo, pero comprendí que él estaba más temeroso. Todos los días llegaba hasta mí, subía por mi brazo, recorría mi rostro y parecía volverse más ágil cuando notaba que yo no le temía. Una tarde intentó materializarse para relatar su historia. No lo logró, sin embargo, Gnomo y Xinahu pudieron comunicarse con él. Había sido sacerdote católico; fue torturado y fusilado frente al portal de ese edificio (parte de un convento) a causa de sus ideas revolucionarias. Su orgullo y dignidad quedaron tan dañados que sólo podría ser una mancha que vivía entre los adornos del capitel de una columna. Ni siquiera contaba con el privilegio de otros espíritus, de andar penando por las calles de la ciudad; y todo por pensar diferente. Sería eternamente una mancha de sangre, esa sustancia pegajosa con la capacidad de cambiar de color y embarrarse a capricho entre cemento, estantes y libros.
Después de varios meses el bibliotecario se percató de que algo raro ocurría; conversaba agitadamente con Gnomo, cuando advertí que me miraba con curiosidad. Discutíamos sobre su rechazo hacía los niños y el porqué de su carácter tan amargado. Aquel hombre pensó que hablaba solo. A pesar de que fingí que jugaba, esa noche en cuanto vio a mi padre esperando en el portal se acercó a él y le comentó lo que había observado. Mis padres, alarmados con la noticia, me llevaron con un especialista. Él me hizo olvidarme de todo lo vivido en esos días. Me convenció de que todo era una broma, de esas que solía jugarles la imaginación a los niños solitarios. Me sumergí en la tecnología, crecí. Abandoné en el rincón más escondido de mi mente a Gnomo, Xinauh y Ectoplasma. Me torné igual a todos los demás adolescentes.
Mientras tanto las cosas no marchaban bien en la biblioteca: el hada perdía las esperanzas de continuar con vida; el mal humor de Gnomo se exacerbaba y Ectoplasma fue testigo de una conversación en donde mencionaban que se iba a remodelar el edificio. Cubrirían las paredes y columnas con pintura y realizarían algunos otros cambios con el fin de convertirlo en una plaza comercial. Para él arrastrarse entre columnas y vitrales formando parte del decorado era un regalo en su mísera existencia como ectoplasma. Se quedaría sin ese sitio gris y húmedo rodeado de libros; en donde había permanecido desde el momento de su muerte. Una noche se convirtió en una mancha ardiente, una flama cargada de resentimiento, de odio; que rápidamente se extendió por los estantes y acabó con todos los libros y la construcción. No se pudo detener el fuego y construyeron un moderno edificio, que albergaría la plaza. Nadie sabrá jamás lo sucedido con el hada y el gnomo.
Al leer sobre el incendio imaginé decenas de historias para llenar los huecos que dejaron las pesquisas del incidente y quizás me acerqué a la verdad. Visité algo inquieto a mis padres, ellos parecían haber olvidado todo lo ocurrido.
Hoy me decidí a explorar el baúl donde mi madre guarda viejos recuerdos. Encontré mi cuento favorito de la infancia y al hojearlo cayeron de entre sus hojas el trébol y la flor de pensamiento. Ese niño quien un día perdió la ilusión los tomó entre sus manos, albergando en el fondo de su corazón, la esperanza de que sus amigos hubiesen huido para refugiarse finalmente en algún bosque cercano.
No sé realmente lo que pasó ni la suerte del otro niño, quien vestía pantaloncillos cortos y también fue testigo de hechos fantásticos; supongo que como yo, fue llevado con un especialista y se olvidó de todo. Algunas veces, al igual que Gnomo, añoro desde lo más profundo de mi alma esos días verdes; de un verde intenso.
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