jueves, 16 de diciembre de 2010

Por el camino espiritual

Llevaba ya varios años en la montaña, alejado de la civilización. No podía comunicarse con nadie, los habitantes más cercanos eran indígenas zapotecas. Quería entrar en comunión con la naturaleza, pero ¿era esa la respuesta?
Había pasado ya por algunas sectas, religiones, y grupos espirituales. Durante su búsqueda se encontró con el Budismo, el Hinduismo; la Cienciología. Movimiento Sendero Interno del Alma le enseñó como reaccionar ante cualquier situación: mirando todo desde afuera, sin involucrarse. El cristianismo a confiar en cristo, en sus designios. Leyó también a Herman Hesse y creyó en que el mejor camino era la introspección. Pasaba horas meditando, analizando su conducta; a veces tenía la impresión de haberse encontrado a si mismo. Trabajó muchos años el desapego, intentaba no sufrir con ninguna pérdida; al paso de los años ni siquiera consideraría pérdida alguna. Deseaba hacer lo correcto, no quería lastimar a nadie ni cometer errores, porque eso le causaría Karma.
Dharma, Karma, espiritualidad... y un intenso deseo de trascender después de muerto eran su día a día.Buscaba la felicidad y en su camino espiritual había olvidado lo más importante. Pensaba en su estancia en la tierra como pasajera.

Una mañana despertó decepcionado, cansado de buscar en cada religión, en cada disciplina; cansado de esperar. Recordó unas palabras atribuidas a Hessse: “La vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo, el ensayo de un camino, el boceto de un sendero”. Sabía que debía emprender ese camino en soledad y decidió partir. Regresaría a ese lugar que lo había impactado años atrás. Lo visitó con ella. No había carretera, era un paraje angosto en medio de la montaña. Tendría que llegar caminando, o si contaba con algo de suerte podría alquilar un burro. Debía pasar penurias para ser recompensado en la otra vida. Empacó una muda de ropa, tomó algo de dinero y se marchó. No tenía a quien decir adiós. A fuerza de practicar el desapego se había alejado de todos.
Llegó por carretera hasta donde pudo, y después caminó durante horas observando la naturaleza. Se sentía en contacto con ella, por momentos lograba estar en comunión con cada piedra; con cada ave que volaba por los alrededores. Se ocultó el sol y al anochecer lo invadió la nostalgia. Sus recuerdos lo inquietaban. Quería borrarlos de su mente, alejarlos en cuanto se presentaban; para lo que utilizaba algunas técnicas que aprendió del Budismo. A veces lo lograba por un tiempo; sin embargo, volvían.
Estaba tan cansado, tan desorientado. No sabía lo que buscaba, y tampoco si un día lo encontraría. Se sentó a descansar debajo de un enorme Ahuehuete. Recordó unas palabras de un poema de Neruda que lo dejaron marcado en su juventud: “desde tu corazón me dice adiós un niño, y yo le digo adiós”. No quería que nada lo atara al mundo material.

Desechó sus pensamientos y disfrutó del paisaje. Se sentía muy cerca del cielo. Recordó que sólo tenía que dejarse fluir; pensó únicamente en lo que le esperaba en la otra dimensión. Ese lugar tan ansiado que describían como un paraíso en los libros sobre los mitos de los seres pleyadeanos de luz.
Descansó por un rato, cerró los ojos y se sintió casi feliz, aunque las imágenes regresaron. El gesto de dolor de aquella mujer, cuando le informó que esperaba un hijo suyo; y él respondiendo con firmeza que eso no estaba en sus planes. No sabía que había sido de ella ni siquiera si ese niño había nacido. Por muchos años logró olvidar lo sucedido y se fijó una sola meta; trascender…

Su vida en la montaña era simple y por momentos se sentía satisfecho. Se levantaba de madrugada, meditaba; se alimentaba de hierbas y frutos y trabajaba un poco para procurarse lo necesario. Estaba seguro de poder lograr la meta que se había fijado. Algunas veces estaba tentado a enseñar a los niños indígenas -de los alrededores- el oficio que había aprendido de su padre, aunque no se animaba, prefería la soledad. Sólo les regaló el poco dinero con el que contaba.

Después de diez años en la Sierra, respirando aire puro y meditando, aún no se sentía completamente satisfecho. Podía alejar por más tiempo los recuerdos, pero no desaparecían del todo. En su cabeza resonaba una palabra utilizada con frecuencia en el Budismo: Samsara. Creía que estaba ya muy lejos de ese lugar, y tan cerca del Nirvana, pero ¿era esa la respuesta a lo que buscaba?
 Quizás le había costado un poco dejar a aquella mujer, de la que no recordaba su nombre. Era tan bella, tan dulce. Siempre que aparecía en su mente se decía que no formaba parte de sus planes, ¿habría nacido aquel niño al que él le dijo adiós?

Una mañana caminó hasta las cascadas petrificadas, a la orilla del barranco y se sentó. El sol le pegaba directamente, aunque no lo sentía;  meditaba. Así pasó muchas horas, hasta el atardecer en que una idea se cruzó por su mente: ¿me olvidé de vivir caminando tan sólo por el sendero espiritual? ¿Valdrá la pena el esperar para ser feliz en la otra vida?
Miraba hacia el precipicio como hipnotizado, se sentía parte de todo; de una hoja, de la tierra, de esa cascada petrificada hacía miles de años. Sin embargo, ese sentimiento era interrumpido por la imagen de un niño corriendo a su lado. Por momentos la cascada lo llamaba. Dentro de ese estado alterado de conciencia, y a pesar de el: se hallaba en una encrucijada.

Foto: Monica Cruz.

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